cuento fresco , por fidel

En el bar que permanecía todavía cerrado después de los saqueos de la semana se debatía la vida de uno de los borrachines del barrio.
Se practicaba el mete y saca en un rincón mohoso, y en un patio conventillero se apelotonaban niños con cigarrillos en la boca y olor perturbante a alcohol. Apostaban que “los grandes” iban a liquidar al papá de Mario esa misma noche, pero no sin antes agrandarle el agujero. Mario estaba sentado, pensando que la escena se iba a repetir, y que en unos años, siendo ya huérfano de padre y madre (pues su madre gozaba de una larga enfermedad) iba a estar hecho un perrito en un rincón y su hijo iba a llorar rodeado de futuros asesinos.
Mario temblaba de frío. Y ese odio iba a ser rencor.
Atravesando el patio por un callejoncito se entraba a un baño vomitado y saliendo del baño estaba el bar, oscuro y frío. Los adultos se sacaban los cinturones y le daban a más no poder al papá de Mario. El moso, y dueño del bar sentado en la barra quemaba un whisky y cada tanto uno de los niños se escurría por debajo de la barra y robaba alguna botella.
Pasaban las horas y no se terminaba. Aunque los pequeños apostadores seguían firmes a su imaginación fomentada por los gritos de dolor que venían del bar, Mario seguía firme en sus pensamientos, los cuelas son intranscribibles. Es tolerable, eso si, la descripción de sus ojos cansados, y de su cuello torcido apoyado en la baranda de una escalera gris que iba a ningún lado. Miraba la escena, dejado, pensando si iba a volver acompañado. Una muerte en la ciudad no vale más que unas horas de espera, y mucho menos en un bar clausurado.
De pronto un silencio ya viejo se acababa de descubrir. Todos lo oyeron. “¿ya está?” preguntó alguno. El tema central no es la muerte, sino la caminata del huérfano a su casa, por eso omitiré formalmente el pago de las apuestas y el destino del cadáver.
Mario cabizbajo recordaba el ritual de los judíos, ese de hacer macho al niño de 12 años, y pensó no sin gracia que el de los pobres era ese, vivir la muerte del padre entre humos de apuestas adolescentes.
El anochecer caía sobre los suburbios porteños y en la puerta de una casa preconstruida Moria el idiota del barrio idiota, con una prorroga vital de unos seis o siete meses. Con su lengua salida, y la panza cocida, rastro de su hermano siamés que duró unas horas, el idiota del barrio parecía reír como una hiena. Reía y en cada sonrisa se esculpía en las mejillas del nuevo hombre huérfano, el odio y la culpa. La culpa de seguir y dejar viva a la esfinge, modelo de los asesinos de su conciencia, representante legal de la sociedad, un golpe certero transformaría la risa en llanto, y con suerte para ambos acabaría la amarga espera del idiota.
Mario se sentó en el piso, delante del tarado, viendo de abajo la baba y los mocos verdes del estúpido, se sentó en canastita, como en la escuela, se sentó y espero. Nadie por ningún lado.
Seguro estaba Mario de que todos estaban escondidos esperando el puñetazo, seguro de que todos serían testigos y que el ejemplo de Mario, acabaría con la demencia, nadie por ningún lado. Cayó la noche con sus disparos policiales en ese suburbio, y las sombras habían tapado la silla de ruedas con el bulto que traía encima, un grillo bailoteaba invisible detrás del zombie. El cricricricri endulzaba la espera, se terminó la sonrisa con baba y el idiota se durmió, unos agujeros raskonikovianos se tallaron en la cara de Mario, se paró, y sus piernas rozaron las inertes rodillas del mongólico. Un contacto casi sensual. El silencio se profundizaba y el grillo ya era cómplice de la barbarie. Condujo al estúpido en la oscuridad por la calle de tierra hasta un descampado, y en un arrebato de recuerdos, deslizó con violencia al dormido en su silla de ruedas (que había adquirido la madre obesa con un el canje de su sexo) hasta verlo completamente en el piso.
El cuerpo callado entreabrió los ojos en forma de súplica y al entender que era imposible apaciguar la ira, optó por el llanto que con los golpes adecuados se transformaría en un simple sollozo. Sin estar seguro del destino de su primer patada, con los ojos casi cerrados y los dientes apretados, Pateó la panza de Nicolás, pues así se llamaba el enfermo, que en ese momento su estomago, hecho de un ADN enfermo, enviaba el vomito a la garganta. Se inundó la grieta de tierra donde estaban sumidos los dos asesinos, de amarilla vomitada. Vomito en los pantalones, pies, remera, cabeza, a cada patada se salpicaba el vomito un poco mas, y Nicolás emitía mas sustancia. La suela de los zapatos, tanto como los cordones y la lona estaba totalmente mojada del espeso líquido. Patadas en los pies y en los brazos, los ojos ya abiertos expulsaron el terror, los dientes separados y hermosos, brillantes como nunca, reían vergonzosamente. Primer parada el los hombros, unos segundos después, primer patada en el cuello, y mas tarde primer y última patada en la cabeza. No pensó en el sexo y su respectiva lujuria por el hecho del vómito mezclado con sangre, inadmisible hasta para un idiota.
Ni siquiera pensó en despedirse del muerto. Un charco verdoso de la profundidad de una chancleta inundaba al tarado.
Esa noche el barrio tan solo vivió dos asesinatos.