texto del ciudadano 8/9



por Andres y Fidel Maguna

No es probable el fin de la vida determinado por el fin, pero tampoco es probable la probabilidad. De esta manera planeaba empezar mi texto, y lo que ahora se escribe no es mi idea sino la de otro escritor que empezó un libro de la misma manera, y me pareció coherente ese comienzo.
Estás tatuada en mi piel, y la secuencia de puntos es imborrable, le dibujé con tinta y aguja un trébol encima, y después otra cara, y sobre el manchón de piel teñida perdura tu rostro. Tu rostro copiado de la mejor foto vacacional, tu rostro feliz, felicidad infinita por tres días en el mar luego de 362 entre cuatro paredes tejiendo la simbiosis de lo irreal.
Fuimos en octubre por que no te gustaba la gente, y mientras volvíamos por la autopista A93 nos deprimimos por que todos iban escapando y nosotros llegando, momento previo a convivir con linyeras y prostitutas que se quedan para los empresarios acalambrados.
Durante la parte del viaje de entrada a la ciudad, esas dos horas de horizonte de cemento, de millones de ventanas a lugares donde conviven más millones de personas y fantasmas, de animales y objetos inanimados pero personajes secundarios y cuando no principales. Durantes esas dos horas, aproximadamente, con el tono laxo del fin de viaje, de la forma de cansancio que toma la desazón, la falta de energía y aliento ante la segura insensatez de las rutinas de la vida. Con ese tono laxo, durante esas dos horas, charlamos de cine, de las películas que de alguna manera nos habían marcado, y vos me empezaste hablando de “El viaje de Chihiro”, que habías visto a los 11 años, y de cómo te había abierto a la percepción de lo mágico en la vida cotidiana, sobre todo en la cocina. Yo te dije, y no sé por qué la relacioné, que de la misma manera me había marcado “Noche y niebla”. Vos te quedaste callada, y con una rápida mirada me di cuenta de que llorabas sin querer que se notara.
Saltamos una villa miseria que se consumía detrás de nuestras ventanas, y luego de un camino de fábricas estaba nuestra casa, nuestro departamento, ya sin cable por la falta de pago, y con el calefón roto por nuestro apuro de una duchita rápida antes de viajar.
Todo está como antes, y como siempre, todo se derrite y se ensucia con limpiadores de cocina. Y si en vez de haberte abierto la cabeza con “El viaje de Chihiro” hubiese sido con “Los 400 golpes” ahora no estarías acá conmigo, y sí viviendo con monedas que te deja la poesía, fumando marihuana en una pensión barata, rodeada de lúmpenes a los que les gustan las viejas, más si son poetas y ya no creen en el amor.
Pero estás conmigo siendo mi mujer, sos mía y de nadie más, sos mi objeto amoroso, y mi personaje favorito de la novela sexual en los viajes de negocios.
Pero viste “El viaje de Chihiro”, y te marcó ese cuento fantástico japonés, y tal vez por eso usás trencitas, minifalda, colorete que arrebola tus mejillas, y te depilás las cejas para que parezcan dos rayitas, paréntesis horizontales en línea. Y tal vez mi “Noche y niebla” haya tornado mi carácter en taciturna introspección, una especie de seriedad que parece enojo. Quién sabe. En esa parte de ese viaje pasó eso, y vos lloraste y a mí me dio más ternura que risa, porque el sarcasmo y la ironía no cuajan con las lágrimas.
“Son las mil quinientas después de Cristo” dijo tu viejo el General al irse cuando vos tenías 12 virginales años y yo acababa de cumplir los 15 atolondrados, engranados y asementados. “Se fue papá”, me dijiste, y te llevaste la mano al bolsillo para luego sacar un chupetín de limón, y entre risitas japonesas me preguntaste si yo quería. Te me acercaste y me diste un beso lleno de azúcar, con saliva pegajosa y gusto a limón. Y como la más Lolita de las Lolitas me pediste que volviera al trabajo, pues en ese entonces yo era un jardinero judío en ese pueblito de Córdoba. Un pobre jardinero que ahorraba las monedas que tu papá me daba a cambio de mi sudor, y posteriormente a cambio de mis lágrimas por vos, y claro, el sudor para conseguir una probada de tu helado de limón.
Ahora todo cambió desde que leímos juntos “Los hermanos Karamazov”, desde que tu papá el General es sólo un recuerdo borroneado entre sierra borroneadas cuyas reminiscencias nunca aparecen en la ciudad, entre el gris de las chimeneas que apenas permite respirar pero a veces nos hace pensar que tal vez así, chimenea más, chimenea menos, son París o Nueva York o Río de Janeiro. Porque somos urbanos hasta los tuétanos y los hermanos Karamazov convivieron con nosotros un par de meses, con sus peleas y sus encuentros, sus desencuentros y sus amores.
Matamos el recuerdo, no como lo mata Freud, matamos el recuerdo sanguinariamente, lo picaneamos hasta que diga basta y la psicologia se achico ante tanta tetosterona con indicios rusos, se achico el comunismo, y se achico cristo ante nosotros los barbaros, los que matamos a tu papá no con darle fin a la vida, sino yéndonos al mar mientras agonizaba presa de la energia negativa.
Y ese es el crimen perfecto el que no tiene castigo sino la indiferencia, el que es impune, a no ser que te lleve a otro mas grande, como el que leimos en voz alta todas las mañanas durante un mes, “el extranjero” de ese autor con cara de mono francés.
Sos la poeta que no fue, la reina de los yonquis bukowskianos, la madame whisky, que no trascendió, sos una mujer que ahora arregla el calefón sudando, mientras me tomo un te, un chorro de agua tibia te mojó el escote, tenes un trapo en la frente y eso me encantá, como se dio vuelta todo, ahora sos vos la que suda y llora para tener un poco de mi chupetin de chocolate, menos mal que fue el viaje de chihiro.